lunes, 5 de marzo de 2007

Un miedo 11ª Parte

...Muy de mañana Suaga salía a caminar por los bosques de las laderas del monte Ayuso, en el que se encontraba el palacio de Trunck. Le gustaba acercarse a una terraza natural que había cerca, desde la que se podía ver un valle magenta salpicado de aldeas, unas cercanas y otras minúsculas en la distancia, que con la salida de Oxes (el sol), parecían cobrar vida, cambiando de tonalidad para ser manchas carmín en el horizonte. Podría ver este espectáculo desde el enorme ventanal que tenía el treico en su cuarto, el cual no tenía cristal ni puerta, pero el arquitecto que lo creó le otorgó la capacidad de evitar el paso a desconocidos, así como al frío, al viento o cualquier elemento que pudiera dañar el interior de la estancia, mas el triga disfrutaba del olor de las plantas al ir despertando, la humedad del aire que bañaba el ambiente y el piar de las aves cuando empezaban a percibir los primeros rayos del gran astro. Era un espectáculo digno de sentir.

Siempre le había gustado fijarse en las pequeñas cosas, en aquello en lo que nadie repara. En el roce furtivo de una mano con otra, que oculta todo un mundo de sentimientos. En lo maravillosa que puede llegar a ser una nuca, o lo horrorosa que puede ser una sonrisa. En el sonido del viento cuando un amigo da la vuelta para marcharse. En el olor del calor cuando empieza la época del renacer (como nuestra primavera). En cómo tiembla el cuerpo del ser amado cuando se llena de felicidad, o el sonido armonioso que se puede percibir en el ronquido del amante que duerme a tu lado. Y aquellos paseos le brindaban la oportunidad de agudizar sus sentidos en busca de ese maravilloso mundo de detalles, infinito e inagotable que la Madre Aldebodal le podía brindar.

Mientras caminaba empezó a pensar en el treico. No podía creer que el destino pudiera haberle guardado aquella fascinante sorpresa. Toda la vida huyendo de quien conocía la leyenda y ansiaba la felicidad. Siempre haciendo feliz a los demás en la sombra, escuchando las quejas y anhelos, e intentando mitigarlos o incluso solucionarlos. Y de repente, el día que parecía que todo había llegado a su fin, la felicidad le vino a ver a él. Todo era perfecto. Cada instante, cada gesto, cada beso, cada caricia, cada risa, cada mirada, cada anécdota, cada rincón por el que pasaban se convertía en un lugar especial e inolvidable... Pero sabía que todo aquello eran sus sentimientos, no los de Trunck. Sí, él intuía lo que el treico sentía, pero también conocía muy bien su naturaleza auto-satisfactoria. Entre otras cosas, su independencia, su seguridad, su forma de dirigirse a todos dominando de forma innata la situación, le parecía lo más excitante que jamas hubiese visto nunca. Pero sobre todo, lo que más le gustaba y le excitaba era lo bien que se lo pasaban juntos, lo mucho que se reía, lo fácil que le era entenderse con Trunck.
Un día mientras tonteaban, hablaban y jugaban en la cocina, Taicomos se les quedó mirando y dijo:

- Me alegra saber que la alegría y la risa no estaban desterradas de este palacio - tras lo que siguió realizando su trabajo.

Así se encontraba meditando, cuando un pensamiento se adueñó de su mente: "¿Y si algún día se cansa? ¿Qué pasará si este ser, por su extraña naturaleza, decide arrojarme lejos de su vida para siempre?" No podía ser. En este momento era tan grande lo que sentía por Trunck que el simple hecho de pensarlo hacía que se le saltaran las lágrimas. Comenzó a acelerar el paso. En medio de toda aquella naturaleza, sintió que le faltaba el aire, al fondo pudo distinguir el claro del bosque donde se encontraba su mirador natural, y corrió hacia él como el pez que busca el agua, pues sin ella es incapaz de vivir. Cayó rendido, llorando, mientras Oxes comenzaba a derramar sus rayos por el valle. Y justo en el momento en que el sol tocó al triga, sintió un brazo que le abrazaba y una voz preocupada que preguntaba:

- ¿Estás bien?

Suaga levantó la vista. Era Trunck, su querido Trunck. No podía contestar, las lágrimas y la pena se impedían.

- ¿Qué has visto? ¿Qué has oído? - pero no encontró respuesta-. Hoy cuando te has levantado, sigilosamente me vestí, me lavé la cara y te seguí. Quería observarte, fijarme en lo que tú te fijas, respirar lo que tu respiras, pisar por donde tú pisas. Pero lo que no quiero nunca más, y te exijo que me obedezcas, es verte llorar. Sé que podré aguantarlo si vuelves a hacerlo, pero es algo superior a mis fuerzas. No te puedo ver llorar.

Suaga, aquel que siempre se había fijado en cada detalle, aquel que veía lo pequeño, no se había dado cuenta de lo mucho que sentía el treico por él. No lo expresó con grandes gestos, ni con rebuscadas palabras, lo había hecho de la manera más sencilla, con las expresiones más asequibles, que sólo un buen observador puede descifrar. Y aquella mañana, con aquel gesto y aquellas palabras, lo que Trunck le estaba pidiendo era un hueco en su vida, un rincón en su alma.

Suaga besó a Trunck con fuerza, con pasión, como si lo hubiese encontrado de nuevo tras haber estado mucho tiempo perdido. Y con este beso y esta sensación, el miedo del triga se fue alejando lento hacia el sol, donde se quemó y se destruyó, como suele pasar con los pensamientos malos, pero malos de verdad...

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